La razón”,
puesta en el centro del proscenio histórico por la Filosofía de las Luces y la
nueva metafísica de Hegel no dio respuesta a dos problemas fundamentales que
tenía planteados la filosofía: el origen del mundo y la desigualdad social.
La negación
de los argumentos de los teólogos, en la primera, deja en pie, no obstante, la
existencia de un “creador”, de un “Primer motor” (el “primus motor” de
Aristóteles) y el “Ser Supremo” de los jacobinos, que Rosenthal y Iudín,
explican de esta manera en su “Diccionario Filosófico”:
“El
materialismo mecanicista es una de las fases en el desarrollo de la filosofía
materialista. El materialismo mecanicista trata de interpretar todos los
fenómenos de la Naturaleza con la ayuda de las leyes de la mecánica y de
reducir todos los procesos y fenómenos cualitativamente distintos de la
Naturaleza (químicos, biológicos, psíquicos, etc.) a procesos mecánicos. El
movimiento no es considerado como un cambio en general, sino como el desplazamiento
mecánico de los cuerpos en el espacio, resultado de una acción externa, del
choque de un cuerpo con otro.” (…).
“El
materialismo mecanicista era en su tiempo (siglos XVII y XVIII) una etapa
históricamente necesaria y progresista en el desarrollo de la filosofía
materialista. Esta forma del materialismo fue condicionada por el hecho de que
por aquel entonces sólo la mecánica y las matemáticas, de entre todas las
ciencias, habían alcanzado ya un nivel de desarrollo relativamente alto”.
Por su parte,
la nueva metafísica de Hegel partía de “una idea que era, al mismo tiempo la
nada” (Dios), para explicar el origen del mundo, apoyándose en el “Evangelio de
San Juan” (“Nuevo Testamento”): “En el principio era el verbo y el verbo era
Dios” – (1:1-3).
En la
Introducción, parágrafo 1º, de su obra, “Enciclopedia de las Ciencias
Filosóficas” (1817), Hegel afirma: “La filosofía carece de una ventaja de la
que gozan las otras ciencias. No puede, como ellas, retener por el resto de su
existencia los objetos naturales admitidos por su conciencia. Los objetos de la
filosofía, es cierto, son como los de la religión. En ambas, el objetivo es la
verdad, en el sentido de que Dios y
únicamente Dios, es la verdad”.
El segundo
problema –la desigualdad social-, es, en “La Filosofía de las Luces”, abordado
por J.J. Rousseau en su obra “Discurso sobre los fundamentos de1a desigualdad
entre los hombres” (1754).
El autor se
pregunta:
“¿Cómo conocer la fuente de la desigualdad
entre los hombres, si antes no se les conoce a ellos? Y ¿Cómo llegará el hombre
a contemplarse tal cual lo ha formado la naturaleza, a través de todos los
cambios que la sucesión del tiempo y de las cosas ha debido producir en su
complexión original, y distinguir entre lo que forma su propia constitución y
lo que las circunstancias y su progreso han añadido o cambiado a su estado
primitivo? Semejante a la estatua de Glauco, que el tiempo, el mar y las
tormentas habían de tal suerte desfigurado que parecía más bien una bestia
feroz que un dios, el alma humana, alterada en el seno de la sociedad por mil
causas que se renuevan sin cesar, por la adquisición de una multitud de
conocimientos y de errores, por las modificaciones efectuadas en la
constitución de los cuerpos y por el choque continuo de las pasiones, ha, por
decirlo así, cambiado de apariencia hasta tal punto, que es casi incognoscible,
encontrándose, en vez del ser activo que obra siempre bajo principios ciertos e
invariables, en vez de la celeste y majestuosa sencillez que su autor habíale
impreso,el deforme contraste de la pasión que cree razonar y el entendimiento
que delira” (Prefacio).
Engels
considera en su “Antiduhring” (1878), que Rousseau utiliza en esta obra la
dialéctica (el movimiento, el cambio social), pero sin conexión con la
filosofía, bajo la influencia, en el siglo XvIII, del “modo metafísico de
pensar inglés” que Rosenthal y Iudín describen así:
“El método
metafísico fue una fase, históricamente condicionada, en la evolución del
pensamiento humano. La desintegración de la Naturaleza en sus partes
integrantes, la división de los diversos fenómenos y objetos de la Naturaleza
en determinadas clases, fue condición importantísima para los enormes éxitos
que las ciencias naturales habían alcanzado durante los siglos XV-XVIII. Pero
este modo de estudio dejó el hábito de examinar los objetos y los fenómenos al
margen de sus conexiones, al margen del desarrollo y del cambio. “Para el
metafísico, las cosas y sus imágenes mentales, es decir, los conceptos, son
objetos aislados, inmutables, fijos, dados de una vez para siempre, enfocados
uno tras otro e independientemente el uno del otro” (Engels).
En la obra citada,
Engels explica el paso siguiente de la filosofía –el materialismo dialéctico-,
y el nacimiento de la “Teoría del Socialismo Científico”:
“El
socialismo moderno es ante todo, por su contenido, el producto de la percepción
de las contraposiciones de clase entre poseedores y desposeídos, asalariados y
burgueses, por una parte, y de la anarquía reinante en la producción, por otra.
Pero, por su forma teorética, se presenta inicialmente como una ulterior
continuación, en apariencia más consecuente, de los principios sentados por los
grandes ilustrados franceses del siglo XVIII. Como toda nueva teoría, el socialismo moderno tuvo que enlazar con el
material mental que halló ya presente, por más que sus raíces estuvieran en los
hechos económicos.
Continúa Engels
más adelante:
“Cuando
sometemos a la consideración del pensamiento la naturaleza o la historia
humana, o nuestra propia actividad espiritual, se nos ofrece por de pronto la
estampa de un infinito entrelazamiento de conexiones e interacciones, en el
cual nada permanece siendo lo que era, ni como era ni donde era, sino que todo
se mueve, se transforma, deviene y perece.
Esta
concepción del mundo, primaria e ingenua, pero correcta en cuanto a la cosa, es
la de la antigua filosofía griega, y ha sido claramente formulada por vez
primera por Heráclito: todo es
y no es, pues todo fluye, se encuentra en constante modificación, sumido en
constante devenir y perecer. Pero esta concepción, por correctamente que capte
el carácter general del cuadro de conjunto de los fenómenos, no basta para
explicar las particularidades de que se compone aquel cuadro total, y mientras
no podamos hacer esto no podremos tampoco estar en claro sobre el cuadro de
conjunto. Para conocer esas particularidades tenemos que arrancarlas de su
conexión natural o histórica y estudiar cada una de ellas desde el punto de
vista de su constitución, de sus particulares causas y efectos, etc. Esta es
por de pronto la tarea de la ciencia de la naturaleza y de la investigación
histórica, ramas de la investigación que por muy buenas razones no ocuparon
entre los griegos de la era clásica sino un lugar subordinado, puesto que su
primera obligación consistía en acarrear y reunir material. Los comienzos de la
investigación exacta de la naturaleza han sido desarrollados por los griegos
del período alejandrino y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; pero una
verdadera ciencia de la naturaleza no data propiamente sino de la segunda mitad
del siglo XV, y a partir de entonces ha hecho progresos con velocidad siempre
creciente. La descomposición de la naturaleza en sus partes particulares, el
aislamiento de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas clases
especiales, la investigación del interior de los cuerpos orgánicos según sus
muy diversas conformaciones anatómicas, fue la condición fundamental de los
progresos gigantescos que nos han aportado los últimos cuatrocientos años al
conocimiento de la naturaleza. Pero todo ello nos ha legado también la
costumbre de concebir las cosas y los procesos naturales en su aislamiento,
fuera de la gran conexión de conjunto. No en su movimiento, por tanto, sino en
su reposo; no como entidades esencialmente cambiantes, sino como subsistencias
firmes; no en su vida, sino en su muerte. Y al pasar ese modo de concepción de
la ciencia natural a la filosofía, como ocurrió por obra de Bacon y Locke, creó
en ella la específica limitación de pensamiento de los últimos siglos, el modo metafísico de pensar”.
“Para el
metafísico, las cosas y sus imágenes mentales, los conceptos, son objetos de
investigación dados de una vez para siempre, aislados, uno tras otro y sin
necesidad de contemplar el otro, firmes, fijos y rígidos. El metafísico piensa
según rudas contraposiciones sin mediación: su lenguaje es sí, sí, y no, no,
que todo lo que pasa de eso del mal espíritu procede. Para él, toda cosa existe
o no existe: una cosa no puede ser al mismo tiempo ella misma y algo diverso.
Lo positivo y lo negativo se excluyen lo uno a lo otro de un modo absoluto; la
causa y el efecto se encuentran del mismo modo en rígida contraposición. Este
modo de pensar nos resulta a primera vista muy plausible porque es el del
llamado sano sentido común. Pero el sano sentido común, por apreciable
compañero que sea en el doméstico dominio de sus cuatro paredes, experimenta
asombrosas aventuras en cuanto que se arriesga por el ancho mundo de la
investigación, y el modo metafísieo de pensar, aunque también está justificado
y es hasta necesario en esos anchos territorios, de diversa extensión según la
naturaleza de la cosa, tropieza sin embargo siempre, antes o después, con una
barrera más allá de la cual se hace unilateral, limitado, abstracto, y se
pierde en irresolubles contradicciones, porque atendiendo a las cosas pierde su
conexión, atendiendo a su ser pierde su devenir y su perecer, atendiendo a su
reposo se olvida de su movimiento: porque los árboles no le dejan ver el bosque”.
“Del mismo
modo es todo ser orgánico en cada momento el mismo y no lo es; en cada momento
está elaborando sustancia tomada de fuera y eliminando otra; en todo momento
mueren células de su cuerpo y se forman otras nuevas; tras un tiempo más o
menos largo, la materia de ese cuerpo se ha quedado completamente renovada,
sustituida por otros átomos de materia, de modo que todo ser organizado es al
mismo tiempo el mismo y otro diverso. También descubrimos con un estudio más
atento que los dos polos de una contraposición, como positivo y negativo, son
tan inseparables el uno del otro como contrapuestos el uno al otro, y que a
pesar de toda su contraposición se interpretan el uno al otro; también
descubrimos que causa y efecto son representaciones que no tienen validez como
tales, sino en la aplicación a cada caso particular, y que se funden en cuanto
contemplamos el caso particular en su conexión general con el todo del mundo, y
se disuelven en la concepción de la alteración universal, en la cual las causas
y los efectos cambian constantemente de lugar, y lo que ahora o aquí es efecto,
allí o entonces es causa, y viceversa”. (…)
“La
naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y tenemos que reconocer que
la ciencia moderna ha suministrado para esa prueba un material sumamente rico y
en constante acumulación, mostrando así que, en última instancia, la naturaleza
procede dialéctica y no metafísicamente. Pero como hasta ahora pueden contarse
con los dedos los científicos de la naturaleza que han aprendido a pensar
dialécticamente, puede explicarse por este conflicto entre los resultados
descubiertos y el modo tradicional de pensar la confusión ilimitada que reina
hoy día en la ciencia natural, para desesperación de maestros y discípulos,
escritores y lectores”.
“Sólo, pues, por vía dialéctica, con
constante atención a la interacción general del devenir y el perecer, de las
modificaciones progresivas o regresivas, puede conseguirse una exacta
exposición del cosmos, de su evolución y de la evolución de la humanidad, así
como de la imagen de esa evolución en la cabeza del hombre. En este sentido
obró desde el primer momento la reciente filosofía alemana. Kant (1724-1804) inauguró su
trayectoria (1754) al disgregar el estable sistema solar newtoniano y su eterna
duración después del célebre primer empujón en un proceso histórico: en el origen del Sol y de todos los planetas a
partir de una masa nebular en rotación. Al
mismo tiempo infirió la consecuencia de que con ese origen quedaba
simultáneamente dada la futura muerte del sistema solar. Su concepción
quedó consolidada medio siglo más tarde matemáticamente por Laplace (1796), y otro medio
siglo después el espectroscopio mostró la existencia de tales masas
incandescentes de gases en diversos grados de condensación y en todo el espacio
cósmico”.
En otra
parte, de su exposición general, sigue Engels:
“Hoy sabemos
que aquel Reino de la Razón (“Filosofía francesa de las Luces”, del siglo
XVIII), no era nada más que el Reino de la Burguesía idealizado, que la
justicia eterna encontró su realización en los tribunales de la burguesía, que
la igualdad desembocó en la igualdad burguesa ante la ley, que como uno de los
derechos del hombre más esenciales se proclamó la propiedad burguesa y que el
Estado de la Razón, el contrato social roussoniano, tomó vida, y sólo pudo
cobrarla, como república burguesa democrática. Los grandes pensadores del siglo
XVIII, exactamente igual que todos sus predecesores, no pudieron rebasar los
límites que les había puesto su propia época”.
“Pero junto
a la contraposición entre nobleza feudal y burguesía existía la contraposición
general entre explotadores y explotados, entre ricos ociosos y pobres
trabajadores. Fue precisamente esa circunstancia lo que permitió a los
representantes de la burguesía situarse como representantes no de una clase
particular, sino de la entera humanidad en sufrimiento. Aún más. Desde su mismo
nacimiento la burguesía traía su propia contraposición: no pueden existir
capitalistas sin trabajadores asalariados, y en la misma razón según la cual el
burgués gremial de la Edad Media dio de sí el burgués moderno, el trabajador
gremial y el jornalero sin gremio fueron dando en proletarios. Y aunque a
grandes rasgos la burguesía pudo pretender con razón que en la lucha contra la
nobleza representaba al mismo tiempo los intereses de las diversas clases
trabajadoras de la época, en todo gran movimiento burgués se manifestaron
agitaciones independientes de aquella clase que fue la precursora más o menos
desarrollada del moderno proletariado. Así ocurrió en la época de las guerras
religiosas y campesinas alemanas con la tendencia de Thomas Münzer; en la gran
Revolución inglesa con los levellers; en la gran Revolución Francesa con
Babeuf. Junto a estas manifestaciones revolucionarias de una clase aún inmadura
se produjeron manifestaciones teoréticas; en los siglos XVI y XVII,
descripciones utópicas de situaciones sociales ideales; en el siglo XVIII, ya
explícitas teorías comunistas (Morelly y Mably). La exigencia de igualdad no se
limitó a los derechos políticos, sino que se amplió a la situación social del
individuo; no se trataba de suprimir meramente los privilegios de clase, sino
también las diferencias de clase. Y así fue la primera forma de manifestación
de la nueva doctrina un comunismo ascético que enlazaba con Esparta. A eso
siguieron los tres grandes utópicos: Saint Simon, en el cual la tendencia
burguesa aún conserva cierto valor junto a la proletaria; Fourier, y Owen, que,
en el país de la producción capitalista más desarrollada y bajo la impresión de
las contraposiciones por ella producidas, desarrolló sistemáticamente sus
propuestas para la eliminación de las diferencias de clase, enlazando
directamente con el materialismo francés”.
Engels,
Federico: “Antiduhring”, “La Revolución de la Ciencia de Eugenio Duhring”
(1878), Introducción.
Archivo:
NOTA: Los subrayados,y textos en cursiva,
fechas y aclaraciones entre paréntesis, me pertenecen. RPF.