Que el Sistema Económico y social
Capitalista es injusto, nadie lo niega. La diferencia de las opiniones
dominantes es que se trata del mejor sistema posible de los conocidos
históricamente, opinión generalizada después del derrumbe de la Unión Soviética
en 1991.
El capitalismo es injusto porque su
ley de desarrollo es la ganancia del propietario privado de los medios de
producción y de cambio, lo que presupone la explotación del trabajo asalariado,
la imperiosa necesidad de un ejército de desocupados como colchón regulador de
los salarios, la desigualdad distribución de la riqueza creada por la desigual
relación entre capital y trabajo que genera ciclos de auge, recesión o
depresión, que paga la clase trabajadora y la progresiva exclusión social de
continentes enteros por la brecha creada por la Revolución Científico-Técnica
de los países más desarrollados.
La explotación de una clase social
sobre las otras, existió desde las primeras civilizaciones. Lo que cambió,
históricamente, fue su forma: Primero el esclavismo, luego la servidumbre y
finalmente, el capitalismo y el orden burgués. Digamos, también, que en todos
estos sistemas hubo revoluciones que concluyeron aplastadas. Las religiones
politeístas fueron la sombrilla ideológica de la clase dominante; el
monoteísmo, con un Dios invisible, y por lo tanto carente de imágenes, creador de la tierra y el cielo, la ideología
de las grandes masas explotadas pero esta religión fue primeramente perseguida
en guerras sangrientas y luego coptada por la clase dominante, que la convirtió
en un instrumento de su poder.
Los filósofos o “amigos del saber”
que vinieron después y pertenecientes a la clase dominante, no se ocuparon de
los esclavos e incluso los pusieron a su servicio.
La especulación subjetiva de la
filosofía metafísica, con la razón del pensador como guía, al margen de la experiencia social que tenía
ante sus ojos y que le señalaba otro camino a la reflexión, elevó la ideología a
un nivel más sofisticado, pero el desarrollo del comercio transoceánico y las
necesidades de la vida urbana, elevaron el ingenio de la población para crear
nuevos productos para el intercambio y el consumo, y para ello comenzó una
laborr de intensa observación de la naturaleza, sus recursos y eventual
transformación, acompañada de la experiencia.
“La transformación de los objetos, en
el curso de la actividad humana, es la definición principal del propio hombre,
expresión de su esencia y fundamento del mundo humano”, afirma el filósofo
soviético, V. Stiopin. “Por ello, las
categorías que registran las características más generales, atributivas, de los
objetos, que son incluidos en la actividad humana, intervienen como estructuras
básicas de la conciencia humana” (…) “Al transformar, en el proceso de la
práctica, objetos naturales y sociales, el hombre se modifica también a sí
mismo como sujeto de la actividad….Al ampliar el círculo de los objetos de su
actividad y objetivar en ellos a sí mismo, el hombre reestructura el sistema de
sus relaciones y las formas de
comunicación. Sobre esta base se desarrolla su autoconciencia, la interrelación de sus relaciones hacia los
demás y de su propio mundo espiritual” (Revista Ciencias Sociales, Nº2, p.74.
Moscú, 1987).
Quedaba abierto así, frente a la
especulación de la intelectualidad dominante y la pasividad mental de las
grandes masas campesinas, el camino a la investigación científica, auxiliada de
nuevos instrumentos técnicos que permitieron la elaboración de nuevas teorías
sobre la conformación física del universo y de la Tierra. Estas dos divisiones
del mundo ya era notoria en el siglo XV y se afirmó en la centuria siguiente
con la Física Galfdileana y Newtoniana. La filosofía no pudo ignorar este
proceso y la primera grieta de toda la historia anterior la estableció René
Descartes (1596-1650) con el “Discurso del método para conducir bien la propia
razón y buscar la verdad en las ciencias”, en 1637.
En la sexta parte de esta obra (“Por
qué he decidido escribir”), expresa: “Pero tan pronto como había adquirido
algunas nociones generales relativas a la física, y, a partir de probarlas en
diferentes dificultades particulares, me di cuenta hasta donde pueden llevarnos
y cómo difieren de los principios en los que me había servido hasta ahora,
pensé que podía mantenerlos ocultos sin pecar en gran manera contra la ley que
nos obliga a nosotros a ir lo más lejos en el bien común de todos los hombres,
ya que me hicieron ver que es posible llegar al conocimiento que es útil para
la vida; y en vez de la filosofía especulativa que se enseña en las escuelas,
podemos encontrar una práctica por la cual, conociendo la fuerza y la acción
del fuego, el agua, el aire, las estrellas, la cielos y todos los demás cuerpos
que nos rodean, tan distintamente como conocemos los diversos oficios de
nuestros artesanos, se podrían utilizar de la misma manera a todos los usos a
los que están disponibles, y así hacernos
como dueños y poseedores de la Naturaleza. Esto no sólo es deseable para la
invención de una infinidad de dispositivos y disfrutar sin ningún problema los frutos de la tierra y
todos los servicios, pero sobre todo
también para la preservación de la salud, que es probablemente la primera necesidad
y el fundamento de todos los demás bienes de esta vida; incluso la mente
depende de este fuerte temperamento y la disposición de los órganos del cuerpo,
como si fuera posible encontrar algunos medios que habitualmente hacen a los
hombres más sabios y más capaces de lo que han sido hasta ahora. Y creo que es
en la medicina que hay que buscarlo” (https://francescllorens.wordpress.com/2007/10/15/descartes-discurso-del-metodo-partes-5-y-6/).[i]
El sendero abierto por Descartes fue
ampliado por los “Filósofos de las Luces” que proclamaron el “triunfo de la
razón”. En 1751, apareció el primer volumen de la “La Enciclopedia o
Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios” (“L'Encyclopédie
o Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers”), bajo la
dirección del filósofo Denis Diderot (1713-1784). Su “Discurso preliminar” fue
escrito por el matemático y filósofo,
Jean d'Alembert (1717-1783) donde expresa la finalidad de la obra y su
orientación filosófica: “La obra que iniciamos (y que deseamos concluir) tiene
dos propósitos: como Enciclopedia, debe exponer en lo posible el orden y la
correlación de los conocimientos humanos; como Diccionario razonado de las
ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener sobre cada ciencia y
sobre cada arte, ya sea liberal, ya mecánica, los principios generales en que
se basa y los detalles más esenciales que constituyen el cuerpo y la sustancia
de la misma. Estos dos puntos de vista, de Enciclopedia y de Diccionario
razonado, determinarán, pues, el plan y la división de nuestro Discurso
preliminar. Vamos a considerarlos, a seguirlos uno tras otro, y dar cuenta de
los medios por los cuales hemos tratado de cumplir este doble objeto”.
Expone a continuación todo el plan y
en la Parte Cuarta, se refiere al aporte de algunos filósofos anteriores y
escribe: “Los límites de este Discurso preliminar nos impiden hablar de varios
filósofos ilustres que, sin proponerse campos tan amplios como los que acabamos
de mencionar, no han dejado de contribuir mucho con sus trabajos al adelanto de
las ciencias y, por decirlo así, han levantado una punta del velo que nos
ocultaba la verdad. Entre éstos figuran: Galileo, a cuyos descubrimientos
astronómicos tanto debe la geografía, así como la mecánica por su teoría de la
aceleración; Harvey, al que hará inmortal el descubrimiento de la circulación
de la sangre; Huyghens, al que ya hemos nombrado, y que, por sus obras llenas
de fuerza y de talento, tanto bien ha merecido de la geografía y de la física;
Pascal, autor de un tratado sobre la cicloide, que debe ser considerado como un
prodigio de sagacidad y de penetración, y de un tratado del equilibrio de los
líquidos y del peso del aire que nos ha abierto una ciencia nueva: genio
universal y sublime cuyos talentos nunca echaría bastante en falta la filosofía
si no hubiera servido a la religión; Malebranche, que tan bien ha señalado los
errores de los sentidos y que ha conocido los de la imaginación como si la suya
no le hubiera engañado muchas veces; Boyle, el padre de la física experimental;
otros varios, en fin, entre los cuales deben ocupar lugar distinguido los
Vesalio, los Sydenham, los Boerhaave, y numerosos anatómicos y físicos célebres”
(…). Menciona también a Bacon, a Leibniz y, obviamente, a Descartes de cuya
obra comenta: “Por otra parte, sin otra preocupación que la de ser útil, quizá
abarcó demasiadas materias para que sus contemporáneos se dejasen instruir a la
vez sobre tantos objetos. No se les permite a los genios el saber tanto; se
quiere aprender algo de ellos sobre un tema determinado, pero no verse
obligados a reformar todas las ideas con arreglo a las suyas. Por eso, en
parte, las obras de Descartes sufrieron en Francia, después de su muerte, más
persecuciones que las que el autor había sufrido en Holanda durante su vida; y
sólo al cabo de muchos trabajos se atrevieron las escuelas a admitir una física
que se suponía contraria a la ley de Moisés. (…)
Pero el elogio de D’Alembert está
dirigido, principalmente, a Newton: Newton, es cierto, halló en sus
contemporáneos menos oposición; sea porque los descubrimientos geométricos con
los cuales se dio a conocer, y cuya realidad y propiedad no se podían discutir,
hubiesen acostumbrado a las gentes a admirarle y a rendirle homenajes que no
eran ni demasiado súbitos ni demasiado obligados; sea porque su superioridad
imponía silencio a la envidia; sea, en fin -lo que parece muy difícil de
creer-, porque se tratase de una nación menos injusta que las otras, tuvo la
singular ventaja de ver, en vida, aceptada en Inglaterra su filosofía, y de
tener por partidarios y admiradores a todos sus compatriotas. Faltaba mucho,
sin embargo, para que Europa hiciese a sus obras la misma acogida. No solamente
eran desconocidas en Francia, sino que aún predominaba la filosofía escolástica
después de haber derribado Newton la
física cartesiana; y los torbellinos fueron destruidos antes de que
pensáramos en adoptarlos. Tan tardos fuimos en aceptarlos como en rechazarlos”.
Aunque los grandes méritos de Descartes
no deben ser ignorados: “Respetemos siempre a Descartes, pero abandonemos sin
esfuerzo las opiniones que él mismo hubiera combatido un siglo más tarde. Sobre
todo, no confundamos su causa con la de sus sectarios. El genio que demostró al
buscar en la más oscura noche un camino nuevo, aunque equivocado, era solamente
suyo: los primeros que se atrevieron a seguirle en las tinieblas mostraron
valor al menos; pero ya no hay gloria en perderse siguiendo sus huellas después
de hacerse la luz (Newton). Entre los pocos sabios que todavía defienden su
doctrina, él mismo hubiera desaprobado a los que se adhieren a ella por un
apego servil a lo que aprendieron en su infancia, o por no sé qué prejuicio
nacional, vergüenza de la filosofía. Con tales motivos, se puede ser el último
de sus partidarios, pero no se hubiera tenido el mérito de ser el primero de
sus discípulos, o más bien se hubiera sido su adversario, cuando en serIo no
había más que injusticia. Para tener derecho a admirar los errores de un gran hombre,
hay que saber reconocerlos cuando el tiempo los ha puesto en evidencia. Por eso
los jóvenes, que generalmente son considerados como bastante malos jueces, son
quizá los mejores en las materias filosóficas y en otras muchas, cuando no
carecen de inteligencia, porque, como todo les es igualmente nuevo, no tienen
otro interés que el de elegir bien”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario