lunes, 7 de diciembre de 2015

REFLEXIONES SOBRE EL MARXISMO (I)


Que el Sistema Económico y social Capitalista es injusto, nadie lo niega. La diferencia de las opiniones dominantes es que se trata del mejor sistema posible de los conocidos históricamente, opinión generalizada después del derrumbe de la Unión Soviética en 1991.

El capitalismo es injusto porque su ley de desarrollo es la ganancia del propietario privado de los medios de producción y de cambio, lo que presupone la explotación del trabajo asalariado, la imperiosa necesidad de un ejército de desocupados como colchón regulador de los salarios, la desigualdad distribución de la riqueza creada por la desigual relación entre capital y trabajo que genera ciclos de auge, recesión o depresión, que paga la clase trabajadora y la progresiva exclusión social de continentes enteros por la brecha creada por la Revolución Científico-Técnica de los países más desarrollados.

La explotación de una clase social sobre las otras, existió desde las primeras civilizaciones. Lo que cambió, históricamente, fue su forma: Primero el esclavismo, luego la servidumbre y finalmente, el capitalismo y el orden burgués. Digamos, también, que en todos estos sistemas hubo revoluciones que concluyeron aplastadas. Las religiones politeístas fueron la sombrilla ideológica de la clase dominante; el monoteísmo, con un Dios invisible, y por lo tanto carente de imágenes,  creador de la tierra y el cielo, la ideología de las grandes masas explotadas pero esta religión fue primeramente perseguida en guerras sangrientas y luego coptada por la clase dominante, que la convirtió en un instrumento de su poder.

Los filósofos o “amigos del saber” que vinieron después y pertenecientes a la clase dominante, no se ocuparon de los esclavos e incluso los pusieron a su servicio.
La especulación subjetiva de la filosofía metafísica, con la razón del pensador como guía,  al margen de la experiencia social que tenía ante sus ojos y que le señalaba otro camino a la reflexión, elevó la ideología a un nivel más sofisticado, pero el desarrollo del comercio transoceánico y las necesidades de la vida urbana, elevaron el ingenio de la población para crear nuevos productos para el intercambio y el consumo, y para ello comenzó una laborr de intensa observación de la naturaleza, sus recursos y eventual transformación, acompañada de la experiencia.

“La transformación de los objetos, en el curso de la actividad humana, es la definición principal del propio hombre, expresión de su esencia y fundamento del mundo humano”, afirma el filósofo soviético, V. Stiopin.  “Por ello, las categorías que registran las características más generales, atributivas, de los objetos, que son incluidos en la actividad humana, intervienen como estructuras básicas de la conciencia humana” (…) “Al transformar, en el proceso de la práctica, objetos naturales y sociales, el hombre se modifica también a sí mismo como sujeto de la actividad….Al ampliar el círculo de los objetos de su actividad y objetivar en ellos a sí mismo, el hombre reestructura el sistema de sus relaciones  y las formas de comunicación. Sobre esta base se desarrolla su autoconciencia,  la interrelación de sus relaciones hacia los demás y de su propio mundo espiritual” (Revista Ciencias Sociales, Nº2, p.74. Moscú, 1987).

Quedaba abierto así, frente a la especulación de la intelectualidad dominante y la pasividad mental de las grandes masas campesinas, el camino a la investigación científica, auxiliada de nuevos instrumentos técnicos que permitieron la elaboración de nuevas teorías sobre la conformación física del universo y de la Tierra. Estas dos divisiones del mundo ya era notoria en el siglo XV y se afirmó en la centuria siguiente con la Física Galfdileana y Newtoniana. La filosofía no pudo ignorar este proceso y la primera grieta de toda la historia anterior la estableció René Descartes (1596-1650) con el “Discurso del método para conducir bien la propia razón y buscar la verdad en las ciencias”, en 1637.

En la sexta parte de esta obra (“Por qué he decidido escribir”), expresa: “Pero tan pronto como había adquirido algunas nociones generales relativas a la física, y, a partir de probarlas en diferentes dificultades particulares, me di cuenta hasta donde pueden llevarnos y cómo difieren de los principios en los que me había servido hasta ahora, pensé que podía mantenerlos ocultos sin pecar en gran manera contra la ley que nos obliga a nosotros a ir lo más lejos en el bien común de todos los hombres, ya que me hicieron ver que es posible llegar al conocimiento que es útil para la vida; y en vez de la filosofía especulativa que se enseña en las escuelas, podemos encontrar una práctica por la cual, conociendo la fuerza y ​​la acción del fuego, el agua, el aire, las estrellas, la cielos y todos los demás cuerpos que nos rodean, tan distintamente como conocemos los diversos oficios de nuestros artesanos, se podrían utilizar de la misma manera a todos los usos a los que están disponibles, y así hacernos como dueños y poseedores de la Naturaleza. Esto no sólo es deseable para la invención de una infinidad de dispositivos y disfrutar  sin ningún problema los frutos de la tierra y todos los servicios, pero sobre todo también para la preservación de la salud, que es probablemente la primera necesidad y el fundamento de todos los demás bienes de esta vida; incluso la mente depende de este fuerte temperamento y la disposición de los órganos del cuerpo, como si fuera posible encontrar algunos medios que habitualmente hacen a los hombres más sabios y más capaces de lo que han sido hasta ahora. Y creo que es en la medicina que hay que buscarlo” (https://francescllorens.wordpress.com/2007/10/15/descartes-discurso-del-metodo-partes-5-y-6/).[i]

El sendero abierto por Descartes fue ampliado por los “Filósofos de las Luces” que proclamaron el “triunfo de la razón”. En 1751, apareció el primer volumen de la “La Enciclopedia o Diccionario razonado de las ciencias, las artes y los oficios” (“L'Encyclopédie o Dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers”), bajo la dirección del filósofo Denis Diderot (1713-1784). Su “Discurso preliminar” fue escrito por el matemático y filósofo,  Jean d'Alembert (1717-1783) donde expresa la finalidad de la obra y su orientación filosófica: “La obra que iniciamos (y que deseamos concluir) tiene dos propósitos: como Enciclopedia, debe exponer en lo posible el orden y la correlación de los conocimientos humanos; como Diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, debe contener sobre cada ciencia y sobre cada arte, ya sea liberal, ya mecánica, los principios generales en que se basa y los detalles más esenciales que constituyen el cuerpo y la sustancia de la misma. Estos dos puntos de vista, de Enciclopedia y de Diccionario razonado, determinarán, pues, el plan y la división de nuestro Discurso preliminar. Vamos a considerarlos, a seguirlos uno tras otro, y dar cuenta de los medios por los cuales hemos tratado de cumplir este doble objeto”.

Expone a continuación todo el plan y en la Parte Cuarta, se refiere al aporte de algunos filósofos anteriores y escribe: “Los límites de este Discurso preliminar nos impiden hablar de varios filósofos ilustres que, sin proponerse campos tan amplios como los que acabamos de mencionar, no han dejado de contribuir mucho con sus trabajos al adelanto de las ciencias y, por decirlo así, han levantado una punta del velo que nos ocultaba la verdad. Entre éstos figuran: Galileo, a cuyos descubrimientos astronómicos tanto debe la geografía, así como la mecánica por su teoría de la aceleración; Harvey, al que hará inmortal el descubrimiento de la circulación de la sangre; Huyghens, al que ya hemos nombrado, y que, por sus obras llenas de fuerza y de talento, tanto bien ha merecido de la geografía y de la física; Pascal, autor de un tratado sobre la cicloide, que debe ser considerado como un prodigio de sagacidad y de penetración, y de un tratado del equilibrio de los líquidos y del peso del aire que nos ha abierto una ciencia nueva: genio universal y sublime cuyos talentos nunca echaría bastante en falta la filosofía si no hubiera servido a la religión; Malebranche, que tan bien ha señalado los errores de los sentidos y que ha conocido los de la imaginación como si la suya no le hubiera engañado muchas veces; Boyle, el padre de la física experimental; otros varios, en fin, entre los cuales deben ocupar lugar distinguido los Vesalio, los Sydenham, los Boerhaave, y numerosos anatómicos y físicos célebres” (…). Menciona también a Bacon, a Leibniz y, obviamente, a Descartes de cuya obra comenta: “Por otra parte, sin otra preocupación que la de ser útil, quizá abarcó demasiadas materias para que sus contemporáneos se dejasen instruir a la vez sobre tantos objetos. No se les permite a los genios el saber tanto; se quiere aprender algo de ellos sobre un tema determinado, pero no verse obligados a reformar todas las ideas con arreglo a las suyas. Por eso, en parte, las obras de Descartes sufrieron en Francia, después de su muerte, más persecuciones que las que el autor había sufrido en Holanda durante su vida; y sólo al cabo de muchos trabajos se atrevieron las escuelas a admitir una física que se suponía contraria a la ley de Moisés. (…)

Pero el elogio de D’Alembert está dirigido, principalmente, a Newton: Newton, es cierto, halló en sus contemporáneos menos oposición; sea porque los descubrimientos geométricos con los cuales se dio a conocer, y cuya realidad y propiedad no se podían discutir, hubiesen acostumbrado a las gentes a admirarle y a rendirle homenajes que no eran ni demasiado súbitos ni demasiado obligados; sea porque su superioridad imponía silencio a la envidia; sea, en fin -lo que parece muy difícil de creer-, porque se tratase de una nación menos injusta que las otras, tuvo la singular ventaja de ver, en vida, aceptada en Inglaterra su filosofía, y de tener por partidarios y admiradores a todos sus compatriotas. Faltaba mucho, sin embargo, para que Europa hiciese a sus obras la misma acogida. No solamente eran desconocidas en Francia, sino que aún predominaba la filosofía escolástica después de haber derribado Newton la física cartesiana; y los torbellinos fueron destruidos antes de que pensáramos en adoptarlos. Tan tardos fuimos en aceptarlos como en rechazarlos”.  Aunque los grandes méritos de Descartes no deben ser ignorados: “Respetemos siempre a Descartes, pero abandonemos sin esfuerzo las opiniones que él mismo hubiera combatido un siglo más tarde. Sobre todo, no confundamos su causa con la de sus sectarios. El genio que demostró al buscar en la más oscura noche un camino nuevo, aunque equivocado, era solamente suyo: los primeros que se atrevieron a seguirle en las tinieblas mostraron valor al menos; pero ya no hay gloria en perderse siguiendo sus huellas después de hacerse la luz (Newton). Entre los pocos sabios que todavía defienden su doctrina, él mismo hubiera desaprobado a los que se adhieren a ella por un apego servil a lo que aprendieron en su infancia, o por no sé qué prejuicio nacional, vergüenza de la filosofía. Con tales motivos, se puede ser el último de sus partidarios, pero no se hubiera tenido el mérito de ser el primero de sus discípulos, o más bien se hubiera sido su adversario, cuando en serIo no había más que injusticia. Para tener derecho a admirar los errores de un gran hombre, hay que saber reconocerlos cuando el tiempo los ha puesto en evidencia. Por eso los jóvenes, que generalmente son considerados como bastante malos jueces, son quizá los mejores en las materias filosóficas y en otras muchas, cuando no carecen de inteligencia, porque, como todo les es igualmente nuevo, no tienen otro interés que el de elegir bien”.

“Son, en efecto, los jóvenes geómetras, tanto de Francia como de los países extranjeros, los que han decidido la suerte de las dos filosofías”. (http://www.antorcha.net/biblioteca_virtual/filosofia/enc).



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