lunes, 29 de abril de 2013

MAQUIVELO Y MARX, DOS GIGANTES DEL PENSAMIENTO POLÍTICO


Nicolás Maquiavelo nació en 1469, en Florenda, cuando reinaba la familia Médici y recién empezó a escribir sus reflexiones sobre la política, en 1513. Vivió una época tumultuosa en la que participó activamente, al servicio de su Ciudad-Estado, como diplomático y asesor en asuntos militares.

Ha pasado a la posteridad por su obra “El Príncipe”, la más famosa e infame, según sus adversarios. Pero su obra principal, que redactó cuidadosamente durante siete años, son los “Discursos sobre los diez primeros libros de Tiro Livio” (1520). Su preocupación fue encontrar en la historia los elementos fundamentales para construir una república democrática,  libre, estable y sensible a las necesidades populares.

Como todos los humanistas del Renacimiento, leyó ávidamente la filosofía y la historia antigua. Se alineó en las antípodas de Platón y más cerca de Demócrito y Epicuro que de Aristóteles, el pensador más influyente en el siglo XIII. En historia su referencia fueron Tito Livio y el griego Jenofontes por su obra “La educación de Ciro”.

Hoy se considera a Maquiavelo como el fundador de la ciencia política y el primer pensador moderno porque comprendió que estaba viviendo a comienzos del siglo XVI un cambio de época: la Europa Feudal, dominada por el poder espiritual y temporal de la Iglesia, cedía terreno al desarrollo burgués que dotó de gran poder a ciudades-estados como Venecia, Génova y Florencia en breve tiempo, y  el descubrimiento de América, en 1492, desplazó ese poder hacia el Atlántico. Las ciencias y las artes comenzaban a dar grandes saltos. La observación y la experiencia se convertían en las herramientas fundamentales del conocimiento; nuevas técnicas e instrumentos enriquecían la vida práctica. Pero rodeando esta exhuberancia,
el hedonismo y la corrupción se entronizaron en los palacios principescos, incluyendo a la Iglesia. Las guerras y el crimen se convirtieron en herramientas habituales de la política. Las ambiciones no parecían tener límites.

El fraile domínico, Jerónimo Savonarola, pronunciaba encendidos sermones contra la depravación del Príncipe Lorenzo el Magnífico – banquero y mecena de artistas como Botticcelli, Leonardo da Vinci y Miguel Angel Buonarrotti;  también dirigía sus dardos contra el Papa español, Alejandro VI (Rodrigo Borgia o Borjas), que había convertido la sede de San Pedro en un harén donde proliferaba el vicio. El puritano fraile terminó ahorcado por indicación de la inquisición y el pontífice.

Para Maquiavelo, en cambio, la salvación de Italia y el logro de su unificación, no podían venir de un retorno al pasado imperial de la Iglesia. Había que crear nuevas instituciones.

Recurriendo a la historia, recordaba que en la Antigúedad habían existido Monarquías y Republicas. Todas habían pasado por tres etapas: ascenso, apogeo y decadencia. El paso a esta última etapa era causado por la pérdida de apoyo popular y la instauración, para controlar el poder, de la tiranía. A efectos de superar esta situación eran necesarias leyes que regularan el poder de la nobleza, garantizando los derechos del pueblo. Consideraba que la república más perfecta fue la romana porque creó la institución “Tribunos de la plebe”.

En un pasaje de los “Discursos…”, expresa: “Los que han organizado repúblicas, instituyeron prudentemente entre las cosas más necesarias, una guardia de la libertad y, según la eficacia de aquélla es la duración de ésta. Habiendo en todas las repúblicas una clase poderosa y otra popular, se ha dudado a cuál de ellas deberá confiarse esa guardia. En Lacedemonia antiguamente y, en nuestros tiempos, en Venecia, estuvo y era puesta en manos de los nobles; pero los romanos las pusieron en las de la plebe. Preciso es, por tanto, examinar cuáles de estas repúblicas tuvieron mejor elección”.

“Diré que la guardia de toda cosa debe darse a quien tenga menos deseos de usurparla y si se considera la índole de nobles y plebeyos se verá en aquellos gran deseo de dominación y en éstos de no ser dominados y, por tanto, mayor voluntad de vivir libres porque en ellos cabe menos que en los grandes la esperanza de usurpar la libertad. Entregada, pues, su guardia al pueblo, es razonable suponer que cuidará de mantenerla, porque no pudiendo atentar contra ella en provecho propio, impedirá los atentados de los nobles”.

La institución de los Tribunos fue una concesión que tuvo que hacer la nobleza ante una violenta rebelión de los plebeyos que puso en peligro la existencia de Roma. Estos acontecimientos, reiterados en la historia de la ciudad, le merecen al escritor florentino la siguiente reflexión: “Si los desórdenes de Roma originaron la creación de los tribunos, merecen elogios, porque además de dar al pueblo la participación que le correspondía en el gobierno, instituyeron magistrados que velan por la libertad romana”.

Es interesante asimismo, el pensamiento de Maquiavelo sobre el origen de las sociedades y el poder de la nobleza. Al respecto, escribe: “En el principio de la humanidad, los hombres vivieron, largo tiempo dispersos, a semejanza de los animales; después, multiplicándose las generaciones se concentraron y para mejor defensa escogían al que era más robusto y valeroso, nombrándole jefe y obedeciéndole”.

“Entonces se conoció la diferencia entre lo bueno y honrado y lo malo y vicioso que cuando uno dañaba a su benhechor se producían en los hombres dos sentimientos, el de odio y la compasión censurando al ingrato y honrando al bueno. Como estas ofensas podían  repetirse, a fin de evitar dicho mal acudieron a hacer leyes y ordenar cargos para quienes las infligieran, naciendo el conocimiento de la justicia y con el que la elección de jefe no se hiciera al más fuerte, sino al más justo y sensato”.

Estos textos revelan varias cosas. Desde el punto de vista histórico-social, la noción de “desarrollo de las civilizaciones” (ascenso, apogeo y decadencia), concepción a la que Hegel, tres siglos más tarde, inscribirá en su lógica dialéctica historicista (“Fenomenología del espíritu”, 1808, y “Filosofía de la Historia”, 1820); la existencia de una lucha de clases que, en Roma, fue entre la aristocracia, dueña de la tierra, y los campesinos explotados; desde el ángulo político, la necesidad de leyes que dieran garantías a la plebe y la convirtieran en “guardiana de la libertad” y permitieran la elección, como jefe del gobierno, al “más justo y sensato”.

Por otra parte, la concepción de la moral que tiene Maquiavelo, lo sitúan completamente como un hombre moderno. La distinción entre el bien y el mal, ya no es un mandato divino sino el producto de una experiencia social, donde la cohesión del grupo solo puede perdurar con hombres respetuosos de las leyes. La conclusión de esa experiencia es que la sociedad “honra al hombre bueno y censura al ingrato y malo”.

En síntesis, Maquiavelo apoyándose en los hechos que, como hombre moderno considera la “prueba de la verdad”, indica el camino que, a su juicio, debe seguir la burguesía como futura clase dominante.

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Carlos Marx comienza a elaborar su pensamiento crítico del modo de producción capitalista, a temprana edad, en la década de 1840. La historia, en la primera mitad del siglo XIX, en la fase de ascenso del sistema burgués en Europa Occidental, mostraba que la expectativa de una conciliación de clases, como era la idea fundamental de Maquiavelo, basada en una legislación justa, no era confirmada por los hechos. Por ello, Marx y Engels, en el Manifiesto del Partido Comunista de 1848, comienzan con la que será la tesis fundamental del marxismo: “La historia de las sociedades humanas es la historia de la lucha de clases”. Es, como puede observarse, un punto de contacto con Maquiavelo, pero luego los distancia radicalmente la solución: no será una “legislación justa” sino la revolución social que desplace del poder a la burguesía.

Marx y Engels llegaban a esta solución a través de la filosofía materialista dialéctica que invertía el idealismo dialéctico de Hegel, su maestro.

Pero la filosofía no podía explicar cuál era el motor que permitía el desarrollo del capitalismo. Y el filósofo Carlos Marx, licenciado con una tesis sobre la diferencia entre la filosofía de Demócrito y Epicuro, comenzó a estudiar apasionadamente todas las teorías económicas que describían el sistema, centrándose especialmente en la “teoría del valor”. Comenzó con los clásicos ingleses Adam Smith y David Ricardo. Al primero lo llamó el “economista de la época del capitalismo  manufacturero”; en Ricardo, encontró una pista que sería fundamental para su teoría del valor cuando el banquero inglés sostiene que el aumento de los salarios no aumenta los precios de las mercancías sino que reduce la ganancia de los empresarios.

Marx nació en 1818. En los 40, cuando la lucha de los obreros, ya organizados en sindicatos, en Inglaterra y Francia, se rebelan contra el régimen de explotación que padecían, tenía 22 años de edad y en la región renana de su país, donde había nacido, se dedicaba a analizar en la prensa la situación del campesinado. Tuvo que abandonar su tierra y se dirigió a Francia que era un verdadero laboratorio social. Así nació el Manifiesto, pero la Revolución de 1848 fracasó y debió refugiarse en Londres. Es aquí, en el Museo Británico, en un agotador trabajo de casi diez años de investigación de la literatura económica, que llegó a descubrir el mecanismo que accionaba el motor del modo de producción capitalista. En 1857 publica “Crítica de la Economía Política” que luego incorporará al primer tomo de “El Capital”.

Engels dirá más tarde en su “Anti-Duhring”, que la tesis de la lucha de clases y la teoría de la plusvalía, son los fundamentos del “socialismo científico”.

Estos fundamentos se mantienen inconmovibles y lo serán mientras exista el modo de producción capitalista, sacudido periódicamente por las crisis económicas y financieras sin que los teóricos del sistema hayan encontrado la fórmula que lo consagre como “el fin de la historia”.





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