Estamos ingresando en tiempos electorales y todos los
partidos políticos en el Uruguay, se preparan para la contienda de octubre del
2014.
Desde 1830 hasta el 2005 el Uruguay estuvo gobernado por dos
partidos tradicionales –el Colorado y el Blanco- que adoptaron este nombre por
las colores de las divisas que utilizaron, para identificarse, en la Batalla de
Carpintería, en 1836, cuando el General Rivera se sublevó contra el gobierno
constitucional que encabezaba el Brigadier Gemeral Manuel Oribe. La divisa
colorada fue utilizada por las fuerzas de Rivera; la blanca, por Oribe que
imprimió una leyenda: “Defensores de las Leyes”. El caudillo sublevado –de
ahora en adelante “colorado”- finalmente venció dos años después, con la ayuda
de la flota francesa que bloqueó el puerto de Montevideo y de los “farrapos” de
Río Grande do Sul.
Hasta setiembre de 1904, los colorados y los blancos
libraron cruentas guerras por el poder. Detrás de la epidermis de colores, sin
embargo, había profundos intereses económicos en juego –principalmente la
propiedad de la tierra y el control del comercio exterior- que se resolvían en
los sangrientos choques de las cuchillas, con el corriente degüello de
prisioneros, arrastrando al campesinado que en uno o en otro caudillo buscaban
la estabilidad de la tierra que trabajaban y que habían perdido con la derrota
de Artigas por la intervención extranjera y la traición de adentro.
El ciclo de las guerras civiles se cerró el 10 de setiembre
de 1904 con la muerte del caudillo blanco Aparicio Saravia y la visionaria
comprensión del momento histórico del presidente colorado, José Batlle y
Ordóñez, que diseñó un proyecto económico y social en su segunda presidencia
(1911-1915), donde el Estado no solo asumió la respnsabilidad de concentrar el
ahorro, la inversión y administrar los servicios estratégicos sino que puso en marcha un amplio plan de
redistribución de la renta y el funcionamiento de servicios públicos básicos
como la educación en sus tres niveles y la salud, todas medidas que permitieron
un ascenso social y la formación de una clase media que sería el sustento de la
estabilidad política y de la afirmación de las instituciones democráticas, con
la excepción de la dictadura terrista -baldomirista (1933-1942) y la dictadura
cívico militar (1973-1985).
La legislación de protección industrial comenzó en la década
de 1870, surgiendo en su seno un proletariado que se fue desarrollando y
organizando progresivamente en sindicatos. La inmigración introdujo en el Río
de la Plata las ideas de anarquistas y socialistas que cuestionaban el sistema
capitalista y llamaban a la unión de todos los proletarios del mundo para
derribarlo. El nuevo espectro de ideas era fundamentalmente urbano y
montevideano, con algunas excepciones en el litoral noroccidental. La Revolución Socialista
en Rusia, en noviembre de 1917, dividió al movimiento socialista, naciendo los
partidos comunistas para apoyar ese proceso y, al mismo tiempo, elaborar la
estrategia revolucionaria en cada país, de acuerdo a las concepciones
marxistas-leninistas. El Partido Comunista Uruguayo, nació en 1920.
Obviamente, la influencia de los nuevos partidos tenían su
base en las fábricas y en la intelectualidad.
Electoralmente , su gravitación era reducida aunque por la
influencia social de sus centros de irradiación, su organización y permanente
movilización, proyectaron sus ideas en la legislalción y en el accionar político
en una forma muy superior a sus expresiones cuantitativas.
El programa batllista se vio beneficiado por las dos guerras
mundiales que elevaron el valor de las exportaciones del agro y crearon
condiciones apropiados para la extensión de una industria sustitutiva de importaciones
orientada al mercado interno. Con el equilibrio estratégico militar bipolar,
entre Estados Unidos y la URSS, en 1945, las economías de los países más
desarrollados, se recuperaron en la década de 1950 y los valores de nuestras
exportaciones cayeron abruptamente, obligando a endurecer el contralor de cambios y a la contracción del consumo
por la inflación que le siguió. A finales de esa década, el modelo estaba
agotado y el voto castigo de noviembre de 1958, llevó al poder al sector más
conservador del espectro político.
En esos años tuve que hacer mi opción política. Arrastraba,
como la mayoría de la población del país, el afecto por las divisas.
Frente a la crisis interminable y el endeudamiento del país,
que llevaba a permanentes devaluaciones para reducir el consumo, abaratando los salarios y
jubilaciones aumentando al mismo tiempo los ingresos de los grandes productores
rurales, el movimiento popular y sus intelectuales responsabilizaron a los
monopolistas de la tierra, que tenían grandes latifundios improductivos para
aumentar el valor de sus propiedades, de la debilidad de la oferta de bienes
para satisfacer la demanda social así como la de generar una deuda externa de
la que se beneficiaba al imperialismo rentista que succionaba la mayor parte
del presupuesto nacional.
Fue en este clima que creció, entre los trabajadores y la
juventud estudiantil, la conciencia política y el convencimiento de un cambio
de la organización social que ya estaba haciendo su experiencia en distintas
partes del mundo.
Esa conciencia, enriquecida por la experiencia de la lucha
de los pueblos y una detenida lectura de la historia de la humanidad, permitió
advertir que en esa historia, desde los orígenes de la civilización, una gruesa
línea roja la cruzaba, ubicando, en un lado, a los sectores sociales que monopolizaban
los medios de producción: esclavistas, señores feudales y en la época
contemporánea una nueva clase dueña del capital que había extendido la
producción a otros sectores de la vida económica; y del otro lado, los
esclavos, los siervos y los proletarios que vendían su fuerza de trabajo por un
salario.
La historia de la humanidad mostraba que en todas las épocas
los medios de producción –la tierra y las fábricas- eran propiedad de una
minoría mientras el trabajo de esos medios correspondía a la mayoría de la población. Nació
así, con el aporte de los intelectuales cercanos al pueblo, la idea de la
socialización de esos medios.
Eran ideas sencillas y lógicas pero su escenario histórico
no era la racionalidad –como creía Hegel- sino el poder y la fuerza de los
intereses económicos, como sostuvo Marx.
En la década de 1960, Uruguay se vio envuelto en este debate
y fue madurando un proyecto de cambio de la estructura económica del país que
señalaba etapas para alcanzar aquella racionalidad. La teoría, que servía de
soporte al proyecto, se basaba en un análisis clasista de la sociedad uruguaya,
que estaba dividida en dos polos: oligarquía y pueblo. El polo popular, cuya
conciencia había permanecido alienada por el mito de la divisa de los partidos que
habían “construido la Patria”, tenía una enorme potencialidad si era capaz de
descubrir su esencia, liberándose de la alienación y apoyar su cabeza en sus
propios intereses materiales opuestos a los de la oligarquía. Un
primer paso fue el año 1971 con la formación y participación del Frente Amplio
en las elecciones nacionales. Su concreción definitiva fue el año 2005, al
obtener el respaldo de la mayoría absoluta del cuerpo electoral.
No obstante, desde 1991, con la desintegración de la Unión Soviética y
la consolidación del sistema capitalista mundial, el mundo ingresaba en una
nueva época caracterizada por las crisis y el endeudamiento de los países
dependientes –entre ellos el Uruguay del 2002- y el proyecto de 1971 del FA era
inviable, pues el “Consenso de Washington” (1990) había impuesto un pensamiento
económico único en el mundo. Pero quedaba una posibilidad: sin modificar la
estructura económica, conservar y afianzar las empresas estatales y
perfeccionar hasta donde fuera posible los servicios sociales. Esto marcaba una
diferencia clara con las políticas de la oligarquía que sostienen la reducción
de la intervención del Estado en la economía –que es el único que puede
asegurar una mejor distribución de la renta-, la privatización de los servicios
sociales y la libertad de los grupos económicos nacionales y extranjeros de
orientar sus inversiones en aquellos sectores que les proporcionan más
ganancias sin tener en cuenta el interés nacional.
Esta es la disyuntiva que sigue teniendo el Uruguay y la
oposición de los monopolistas de la tierra a un impuesto que grave su
concentración o su abultado patrimonio, es una clara expresión de la misma y
una guía fundamental para la opción electoral del pueblo. La consigna
“Oligarquía o Pueblo”, sigue tan vigente como en la década de los 60.
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